Once upon a time...
El 2019 iba a ser para mi el año del cambio, de un cambio que estaba esperando desde hacia mucho tiempo y que muchas veces llegue a pensar que ya no iba a llegar, hasta que un día me volví a encontrar conmigo misma otra vez, por fin, todo volvía a brillar, todo volvía a ser una oportunidad, cerraba ciclos y empezaba otros nuevos, con nuevas energías, llena de emoción y alegría, volví a sentir que el mundo era mio, que conspiraba a mi favor para que yo, por una vez, ganase la partida.
Me sentía invencible, me sentía especial y afortunada de vivir mi vida, saliendo a la calle con una sonrisa de oreja a oreja y ganas de cantar a pleno pulmón. Era esa película con escenas emotivas y bucólicas, con cielos azules y nubes esponjosas que parecen de azúcar, pájaros volando alto atravesando el infinito, cuando la protagonista consigue reponerse de la adversidad, consigue otro trabajo, otro novio, o cuando el boxeador gana el combate contra su contrincante después de un arduo entrenamiento, con lagrimas, sudor y sangre, lo consigue y las lagrimas de emoción y la emoción le embargan, ¡ya está aquí! Y ven toda su vida frente a ellos, pasando muy deprisa, y la cabeza les da vueltas solo de pensarlo, porque te marea el miedo de verte ante la inmensidad del precipicio que es tener todo el futuro por delante, con todo lo que habías pedido una vez, y cuesta creerlo, porque ahí sí te ves el resto de tu vida, ahí sí te quedaras, ya no te sentirás perdido, nunca más, ya no volverás a preguntarte hacia donde vas.
Por eso, con ese subidon de adrenalina, era un torbellino que podía atravesar las olas, y no paraba ni descansaba: me volví a casa de mis padres, termine el curso de mi máster, y llego el verano, y tuve un trabajo, y llegaron las vacaciones pero yo no las quería, y conseguí otro trabajo, y terminó el verano y volví a empezar las clases, trabajaba cambiando turnos con compañeras y compañeros, iba a mis clases, preparaba trabajos y examen, y me fui de casa de mis padres por segunda vez, y me mude, y luego me volví a mudar, y se estropeo la caldera y no teníamos agua caliente, y ese trabajo se terminó, y el piso de los vecinos se había inundado y no podíamos utilizar la ducha, y la tienda de ropa de abajo, también se había inundado, y me puse a buscar otro trabajo, y seguí estudiando, y salio mi primera muela del juicio con dolor, con infección y la cara inflamada e hinchada, sin dejarme dormir ni comer, sin distinguir las noches de los días, durante semanas, y luego la sacaron y solo hubo sangre toda esa tarde, durante horas, hasta que paro y pude dormir bien esa noche.
Así que, cuando el mundo de repente se paro en seco por el coronavirus, y decretaron el estado de alarma y el confinamiento en nuestras casas, pude descansar y me reí de aquellos que estaban aburridos, de sus noticias, de sus vídeos, de sus ocurrentes ideas, de sus disfraces de Tiranosaurus Rex, de los bailongos de los balcones, y mi cuerpo por fin se relajo, porque estas eran mis vacaciones, las que no había tenido desde hacia mucho tiempo. Me sentía bien conmigo misma, ya no sentía ese vacío de ansiedad existencial que no te deja estar tranquila, y disfrute de mi nueva casa, y disfrute de la ducha que no había podido tener desde hacia un mes, y disfrute de mi cocina, buscando recetas y bajando a comprar ingredientes para hacerlas, cocinando escuchando música, y disfrute de mi habitación porque podía dormir sin despertador por las mañanas e incluso dormir siesta por las tardes (o no dormir estando acompañada distrayéndome con otras cosas), aprovechando para poner lavadoras y recoger y limpiar y disfrutar de la nueva videoconsola que siempre quise comprar y nunca antes había comprado, y valore todos esos momentos de tranquilidad que si el mundo no me hubiera obligado a tomar, no habría tomado yo por iniciativa propia.
Hice del barrio de mi familia mi hogar propio, donde me sentía a gusto como si siempre hubiera vivido aquí, y conocí a mis vecinos cuando salieron a los balcones a aplaudir a las 8, a los que paseaban a su perro, a los que bajaban a comprar. Todos estábamos sanos y salvos en casa, no era una guerra violenta, veíamos la televisión y las noticias, escuchábamos a los vecinos tocar el tambor aunque ya no hubiese procesiones de semana santa este año. Recordé las historias que me contaba mi abuela sobre la guerra civil, y pensé que eramos todos muy afortunados por vivir la época que estábamos viviendo, donde no nos faltaba de nada.
Lo único que me queda pendiente ahora es tener una verbena en mi pequeña terraza, con todos vosotros en una videollamada, una copita de vino y unos buenos vinagrillos, y buena música de fondo. Y como dice alguien al que conocí en aquel maravilloso 2019, el resto lo iremos viendo.
Me sentía invencible, me sentía especial y afortunada de vivir mi vida, saliendo a la calle con una sonrisa de oreja a oreja y ganas de cantar a pleno pulmón. Era esa película con escenas emotivas y bucólicas, con cielos azules y nubes esponjosas que parecen de azúcar, pájaros volando alto atravesando el infinito, cuando la protagonista consigue reponerse de la adversidad, consigue otro trabajo, otro novio, o cuando el boxeador gana el combate contra su contrincante después de un arduo entrenamiento, con lagrimas, sudor y sangre, lo consigue y las lagrimas de emoción y la emoción le embargan, ¡ya está aquí! Y ven toda su vida frente a ellos, pasando muy deprisa, y la cabeza les da vueltas solo de pensarlo, porque te marea el miedo de verte ante la inmensidad del precipicio que es tener todo el futuro por delante, con todo lo que habías pedido una vez, y cuesta creerlo, porque ahí sí te ves el resto de tu vida, ahí sí te quedaras, ya no te sentirás perdido, nunca más, ya no volverás a preguntarte hacia donde vas.
Por eso, con ese subidon de adrenalina, era un torbellino que podía atravesar las olas, y no paraba ni descansaba: me volví a casa de mis padres, termine el curso de mi máster, y llego el verano, y tuve un trabajo, y llegaron las vacaciones pero yo no las quería, y conseguí otro trabajo, y terminó el verano y volví a empezar las clases, trabajaba cambiando turnos con compañeras y compañeros, iba a mis clases, preparaba trabajos y examen, y me fui de casa de mis padres por segunda vez, y me mude, y luego me volví a mudar, y se estropeo la caldera y no teníamos agua caliente, y ese trabajo se terminó, y el piso de los vecinos se había inundado y no podíamos utilizar la ducha, y la tienda de ropa de abajo, también se había inundado, y me puse a buscar otro trabajo, y seguí estudiando, y salio mi primera muela del juicio con dolor, con infección y la cara inflamada e hinchada, sin dejarme dormir ni comer, sin distinguir las noches de los días, durante semanas, y luego la sacaron y solo hubo sangre toda esa tarde, durante horas, hasta que paro y pude dormir bien esa noche.
Así que, cuando el mundo de repente se paro en seco por el coronavirus, y decretaron el estado de alarma y el confinamiento en nuestras casas, pude descansar y me reí de aquellos que estaban aburridos, de sus noticias, de sus vídeos, de sus ocurrentes ideas, de sus disfraces de Tiranosaurus Rex, de los bailongos de los balcones, y mi cuerpo por fin se relajo, porque estas eran mis vacaciones, las que no había tenido desde hacia mucho tiempo. Me sentía bien conmigo misma, ya no sentía ese vacío de ansiedad existencial que no te deja estar tranquila, y disfrute de mi nueva casa, y disfrute de la ducha que no había podido tener desde hacia un mes, y disfrute de mi cocina, buscando recetas y bajando a comprar ingredientes para hacerlas, cocinando escuchando música, y disfrute de mi habitación porque podía dormir sin despertador por las mañanas e incluso dormir siesta por las tardes (o no dormir estando acompañada distrayéndome con otras cosas), aprovechando para poner lavadoras y recoger y limpiar y disfrutar de la nueva videoconsola que siempre quise comprar y nunca antes había comprado, y valore todos esos momentos de tranquilidad que si el mundo no me hubiera obligado a tomar, no habría tomado yo por iniciativa propia.
Hice del barrio de mi familia mi hogar propio, donde me sentía a gusto como si siempre hubiera vivido aquí, y conocí a mis vecinos cuando salieron a los balcones a aplaudir a las 8, a los que paseaban a su perro, a los que bajaban a comprar. Todos estábamos sanos y salvos en casa, no era una guerra violenta, veíamos la televisión y las noticias, escuchábamos a los vecinos tocar el tambor aunque ya no hubiese procesiones de semana santa este año. Recordé las historias que me contaba mi abuela sobre la guerra civil, y pensé que eramos todos muy afortunados por vivir la época que estábamos viviendo, donde no nos faltaba de nada.
Lo único que me queda pendiente ahora es tener una verbena en mi pequeña terraza, con todos vosotros en una videollamada, una copita de vino y unos buenos vinagrillos, y buena música de fondo. Y como dice alguien al que conocí en aquel maravilloso 2019, el resto lo iremos viendo.
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